Van a llamarme. Es probable que lo hagan antes del medio día, que es cuando trabajan muchos de los que no soportaron la espera. Con lo cual no contestaré, porque yo también tengo derecho a marcarme mis tiempos. Me encontrarán reubicándome, echándole un pulso al síndrome de abstinencia en mi cama de 1’20 con somier de 90. Miraré dos veces el teléfono, entre las cuales me frotaré los ojos. Pensaré si devolver la llamada y pincharé el directo en el Victoria Eugenia del maestro de La Isla. Y me encenderé lo que sobró con un mechero ajeno que me habré apropiado en un absurdo alarde de cleptomanía involuntaria. Después de haber meado y lamentado las ojeras frente al espejo, pensaré en todo lo negativo, le haré participe al que pasó a ser gallo de pelea, y me haré otro para fumármelo “durante” si es que al final me decido a devolverla. Pensaré en Copenhague y en los cantos de sirena, en mi viejo y su orquesta de verbena. En la parte irrazonable, que es la que vale la pena. En algún momento toseré y cambiaré de disco después de auto subestimarme por activa y por pasiva. Y pensaré en los charcos que fingen ser océanos y en mis posibilidades, las que hacen que me cerciore a diario de lo importante de la duda y su doctrina. Recorreré la casa 3 veces y media por minuto y me plantearé el reto de recordar en qué cenicero solté por última vez algo que era mío. Y agarraré el teléfono. Y llamaré y colgaré antes del primer tono, un par de veces al menos. Y dejaré pasar un rato. Y me lo volveré a pensar. Y después de escribir mentalmente un guión ficticio consciente de que no servirá para nada, quizás acabe llamándoles. Es probable.